
Si
la infancia es el patrimonio exclusivo del cine japonés, y del cine
iraní por poderes, la adolescencia es el territorio privilegiado del
cine ruso, el único que se los ha tomado en serio, que ha respetado
sus sentimientos, también amorosos, sobre todo amorosos. Al menos a
partir del deshielo de los años 70-80, antes como el resto de
cinematografías el cine infantil-juvenil era utilizado como vehículo
pedagógico de adoctrinamiento político. Los fascistas comunistas
siempre han sabido que es mucho más fácil manipular, abducir, a un
niño que a un adulto, de ahí que todos los nacionalismos, de
izquierdas y de derechas, centren todos sus esfuerzos en controlar la
educación. La Glasnot dio un giro de 180º a todo esto, introdujo
una libertad, tanto formal como en contenidos, que los directores
supieron aprovechar a la perfección. El pensamiento único dio paso
a la duda, a la crítica, al cuestionamiento del falso buenismo
soviético, que afectaba tanto a la esfera pública como privada.
Digamos que Rusia volvió a sus gloriosos orígenes, los de la
nihilista literatura rusa, que siempre fue mucho más profunda,
rotunda, que la europea. El tema del amor, del desamor, del primer
amor, del último amor, del matrimonio, en manos de los escritores
rusos adquiere unos tintes más trágicos, humanos, realistas. El
romanticismo ruso es tan idealista, puro, como el alemán, pero con
mucha más chicha, contradicción. El platonismo ruso tiene un
componente latino, carnal, que no tiene el alemán, el inglés. Eso
sí, con pudor, con delicadeza, el cine ruso sobre adolescentes es
profundamente vital, apasionado, pero nunca vulgar, explícito. Ni
tan siquiera Truffaut, Doillon o Pialat, han alcanzado las cotas de
verdad, de espontaneidad, de inocencia, del cine de la gran Dinara
Asanova, o de esta pequeña gran película, de esta tragicomedia
blanca, que actualiza el tópico de Romeo y Julieta (es una
adaptación del libro “Román y Julia” de Galina Scherbakova, que
también se encarga a medias con el director del guión) para
llevarlo a una dimensión más cercana, cotidiana, haciendo convivir
la ilusión casi infantil del primer amor con el desencanto,
frustración, del amor adulto. Un equilibrio entre la luz y la
oscuridad del amor, roto por la luminosa presencia de la niña adulta
Tatyana Aksyuta (tenía 23 cuando la rodó aunque podría pasar por
una niña de 14, él, Nikita Mihailovsky, que murió con 27 de
leucemia, 16), que llena la pantalla con su ingenuidad no impostada,
con su virginal belleza infantil, fue su primera película como
protagonista. Idéntica felicidad, facilidad, fluidez, transmite la
dirección de Ilya Frez, especialista en películas infantiles, que
se deja de esteticismos vacíos, de tiempos muertos, para rodar con
la soltura, agilidad, de un Kalatozov, la nouvelle vague no inventó
nada, ni liberó a la cámara de sus ataduras, eso ya lo hicieron los
rusos desde el mudo. Si te gustaron “Los pájaros carpinteros no
tienen dolor de cabeza” (1975) de Dinara Asanova, “Un pequeño
romance” (1979) de Roy Hill y "Una historia de amor sueca" (1970) de Roy Andersson, te va a encantar ésta, escogida por
la revista “Soviet Screen” como la mejor película rusa de 1981,
la misma revista que escogió como mejor película de 1985 a
“Masacre, ven y mira” de Klimov, así que respeto.
