24 abril 2024

PRÓXIMAMENTE: DIOS ES ESPAÑOL (Cultura española para hispanófobos)

 




EXORDIO


Sangre y sol


     No todo el mundo ha tenido la tremenda suerte, desgracia, de haber nacido en España, es una evidencia estadística. Una condición necesaria para ser considerado español por los extranjeros y el registro civil, pero en ningún caso suficiente. Español se hace, no hace falta ni pacer, es un sentimiento objetivo que se carga con responsabilidad y culpa. Ser español como Dios manda puede llevar toda una vida, o más si es pequeña. Este manual de perfeccionamiento castizo pretende ejercer de atajo para guiris despistados, y sobre todo para españoles renegados o afrancesados. Después de leerlo os garantizo que tendréis más pelo en los pechos, que vuestra vida empezará a cobrar sentido. Como bien dijo el cantaor Curro Malena, si no fuera español sería de una nación cualquiera, lo que no deja de ser un atraso, un bache en el escalón involutivo. La cultura española, en sus excepciones, es la manifestación más sublime, ridícula, de lo trascendente en el barro, un tocar pelo sistemáticamente, casi siempre por error u omisión, que no tiene parangón en ninguna otra cultura o civilización. Conocer la cultura española es ser español por poderes, un privilegio que solo necesita para ser convalidado morir en suelo patrio, a ser posible por cirrosis.



     España es el país más sectario del mundo. Un sectarismo que invade todos los ámbitos posibles, incluso aquellos en los que debería estar completamente desterrado, la Universidad, la cultura en general. Todo está contaminado por la ideología, por la política, por los prejuicios y la superioridad moral. Si algo es afín a mis ideas, políticas no hablo de lenguaje, es valioso, el resto basura. Una cerrazón digna del comunismo soviético, del fascismo, tanto monta monta tanto. El resultado de este infantil extremismo es que en España no existe una historia aséptica de su arte, de su cultura, de su crítica. La táctica de tierra quemada es su habitual política cultural. Todo lo anterior es una mierda, todo lo que no ha sido perpetrado por personas de izquierdas no es cultura. El arte y el feminismo son terrenos vedados a las personas conservadoras. Una simpleza que no resiste el menor análisis histórico. Las mujeres liberales, con o sin sombrero, un eufemismo para no decir las mujeres de derechas, fueron las que más hicieron por reivindicar los derechos de las mujeres, y no solo en la República, también durante la dictadura. El fomento de la cultura, el mecenazgo, siempre han sido territorios burgueses. Aunque España debe ser el único país del mundo en el que es completamente compatible ser un diletante millonario y sentirse parte del pueblo. Como persona de izquierdas, si es que eso tiene algún significado real en España, que lo dudo mucho (la principal diferencia entre una persona de izquierdas y una de derechas es que su relación con el dinero es menos hipócrita, y con el sexo más hipócrita), mi imaginario cultural ha estado poblado por personas supuestamente progresistas, el maltratador Buñuel, el señorito amante de los pobres Lorca, el pederasta (en la época no) Machado, y por personas supuestamente conservadoras como Delibes, Ridruejo o Cañabate. Una dualidad cultural, una summa de paradojas, que destruye cualquier tipo de apriorismo. Como diría Pérez de Ayala, soy bilateral, es decir, contrahecho, vamos con dos lados, con contrapunto, vamos nihilista. Sin más preámbulos, ataros los machos, y al lío.



Adelanto:



BELARMINO Y APOLONIO (1921) Ramón Pérez de Ayala



    La Segunda República es como el sexo, cuanto más lo practicas menos te gusta. ¿Quién provocó la Guerra Civil, Franco o el Frente Popular? ¿Qué fue antes, el huevazos o las gallinas? La Segunda República solo se puede defender desde el romanticismo, desde la idealización pre-adolescente, el realismo, los datos objetivos, históricos, la dejan con el culo al aire. A estas alturas solo queda dilucidar quién fue más subnormal, más majadero, el teórico Manuel Azaña o el psicópata Largo Caballero. De lo que no queda ninguna duda es de que ambos eran subnormales, profundos. Lo mismo pasa en la actualidad con el gobierno Frankenstein, y si no termina en fraticidio es porque existe el aliviadero de las redes sociales. Pérez de Ayala, como cualquier español con dos dedos de frente, pasó de apoyar la República a defenestrarla, el mismo recorrido de Unamuno, y de tantos otros, lo contrario hubiera sido ser cómplices de la deriva fascista-marxista del republicanismo de mediados de los años 30. En la misma encrucijada estamos ahora, ser de izquierdas y apoyar esta izquierda montuna, tontuna, hispanófoba, te convierte en filo-etarra, en mongol. Y si al patriota vasco anti-nacionalista Unamuno le ha costado décadas recuperar su indiscutible lugar central en la cultura española, gracias a la revanchista, prejuiciosa, incultura de la Transición, en el caso del asturiano-vallisoletano Pérez de Ayala esta labor reivindicativa, divulgativa, justiciera, ni tan siquiera ha empezado todavía (y eso que en los años 20 estaba considerado a la altura de Valle-Inclán y Baroja, en una encuesta masiva del “Heraldo de Madrid” de 1925 sobre las seis mejores novelas españolas de su tiempo “Belarmino y Apolonio” quedó en segundo lugar con 95 votos, la primera “Memorias del Marqués de Bradomín”). Que los minga fría de Azorín (gran admirador de la novela, a la que calificaba de prodigiosa y maravillosa) o Bergamín, que riman con pizarrín, sean más conocidos, estudiados, publicados, es algo digno de un estudio, psiquiátrico. Además de su lúcida rotonda ideológica, lo que no se le perdona a Pérez de Ayala es su deslumbrante, apabullante, cultura, sobre todo filológica, mitológica, clásica, y su sarcasmo, su genial humor, sus paradojas, contrapuntos, lo que de nuevo hace recordar al cachondo cabestro de Unamuno. Solo su paisano el escultor Sebastián Miranda (recogido en el libro del castizo pata negra Antonio Díaz-Cañabate “Historia de una tertulia”, 1940-1953) pondera su incontestable grandeza: “Yo he conocido y tratado a todos [Ortega y Gasset, Unamuno, Azorín…]; les he visto muchas veces juntos y aseguro que Ayala jugaba con ellos como gato con ratón; es el más fino conversador que yo conocí.” El lugar común es compararlo con Clarín, que sí pero no, Pérez de Ayala como buen liberal (conciliación, respeto, de contrarios, magistral su artículo “Migófilos y Cortezófilos” (La Esfera, 25-12-1920), una oda al equilibrio, a la sensatez) tiene mucha más doblez, complejidad, picardía, su crítica del mundo académico, de las obsesiones castizas de la Generación del 98, de la Iglesia, del romanticismo, de la aristocracia, de la burguesía, de la incipiente clase media aspirante a nuevos ricos, en definitiva de las dos Españas, de la que no nos guarda Dios ni la Virgen, es mucho más salvaje, cruel, tira más de esperpento (aunque con Valle todavía tengo pendiente la risa), de histrionismo, que de realismo, más del Siglo de Oro que de la novela social decimonónica. Digamos que es un Galdós diletante y erudito, un Unamuno sin correa que no se toma tan en serio a sí mismo. Pilares es Vetusta vista por los ojos de un humorista, de un intelectual. Otra sublime excepción de la literatura española como “Pelayo González” (1909) del salmantino Hernández Catá (que consideraba que no era un gran escritor, solo hábil, culto e inteligente, un cainita “matar al hijo” de libro, eso y que su nombre sonaba como futuro Premio Nobel, casi lo daban por hecho en 1933, incluso por encima de Unamuno), con la que tiene muchísimas cosas en común, cierto espíritu Anatole France (“¡Anatole France! He aquí la sencillez por excelencia, la claridad meridiana. Pero, los escritores franceses de hoy en día, casi en su totalidad, desdeñan a France por superficial y vano. No estoy conforme. Para mí, es un escritor admirable y profundo; profundo hacia el pasado. Su claridad, su diafanidad, provienen de que Anatole France operó siempre sobre ideas, preocupaciones y líneas emotivas milenarias, extensas al predominio público (digo pre-dominio en cuanto eran previamente de dominio público)”), y “Don Sandalio, jugador de ajedrez” (1930) de Unamuno, con la que comparte idéntico germen, “Bouvard y Pécuchet” (1881) de Flaubert.


Todo es uno y lo mismo.” Ramón Pérez de Ayala




JUAN DE MAIRENA (1936) Antonio Machado



     1936 es el año maldito de la literatura española, el año de su amputación. Hasta ese año el árbol crecía, lentamente, pero crecía. A partir del 36, del hachazo que cortó el árbol, gran parte de los esquejes no llegaron a cuajar, les faltaba la raíz, savia, común. Libros revolucionarios, seminales, como éste, en circunstancias normales hubiera tenido una continuidad, secuelas, tanto propias como ajenas. En España todo éxito literario, toda novedad, originalidad, se ve acompañada de excrecencias, de copias más o menos resultonas. Pero en este caso no hubo lugar, oportunidad, Machado murió al poco tiempo, y con el comienzo de la Guerra Civil España estaba para pocas literaturas, para pocas revoluciones culturales. Sin la Guerra Civil, sin su prematura muerte, aunque 40 años son muchos años para un español, Antonio Machado hubiera terminado siendo más conocido, valorado, como prosista fronterizo, como filósofo humorista, que como poeta, le faltó lectores, y sobre todo exégetas. Sin exageración ditirámbica no hay triunfo que valga, en el siglo XXI ni eso, hay demasiado ruido, dispersión. Machado como buen anti-elitista, elabora con Juan de Mairena el ejemplo más sublime, logrado, de manual anti-filosófico. Un alarde de escepticismo, de retórica, contra todo y contra todos, que lejos de dejarte un regusto amargo, se lee con una permanente sonrisa, más bien carcajada, como sucede con Cioran (la diferencia es que el rumano escribía aforismos, el sevillano fandangos en corto). Machado estaba hasta los huevos de todo, de todos, pero tuvo la grandeza de los estoicos de disimularlo, sobrellevarlo, a base de humor. El quejarse por quejarse, deporte literario nacional, nunca ha llevado la antorcha más lejos. Juan de Mairena, Don Sandalio, Pelayo González, Pío Cid, Belarmino, son los anti-héroes de una España aborregada que a cada pregunta corresponde con una respuesta, en lugar de con una contra-pregunta. Quien no cuestiona al preguntón, adopta, acepta, su discurso, su carril, siempre hay que desconfiar de uno mismo, y de los demás. Juan de Mairena es un revolucionario de mesa camilla, alguien que prefiere explotar las cabezas a ordenarlas, que prefiere despertar a convencer, lo mismo que Machado, su heterónimo homónimo.



LA COLMENA (1950) Camilo José Cela



     La resignación, la pasividad, el fatalismo, son la Santísima Trinidad del español medio de a pie, mejor dicho sentado. Sin esta atonía general España estaría entre las 10 economías más potentes del mundo, al ladito de Francia e Italia, que a pesar de ser los inventores del “dolce far niente”, del dulce no hacer nada, hace décadas que se pusieron las pilas. El bar, invento español, eterna sala de espera sin viajeros, el café, es la quintaesencia de esto, el lugar preferido de los españoles para perder el tiempo, para echar el rato, el lugar perfecto para emplear los tiempos muertos, para hacer tiempo. El lugar ideal para rumiar los fracasos, las frustraciones, las quiméricas ambiciones, ensoñaciones. La historia de España es un continuo ambiente de posguerra, de entreguerras, siempre hay una crisis que le sirve de excusa para su inactividad, indefinición. Una ataraxia colectiva, que lejos de servir de reflexión, introspección, comunicación, es pura anestesia, no en vano España es el país del mundo que más utiliza tranquilizantes, relajantes musculares, somníferos y laxantes. Las tertulias literarias en España nunca pasaron de simple excusa para estar lejos de los reproches hogareños, y de los acreedores, el mayor tiempo posible. “La colmena” es en apariencia un caleidoscopio de la enclaustrada, ensimismada, sociedad española de los años 40-50, aunque al final termine siendo una mirada única, tirando a sombría, a pesimista. “La colmena” es España, eso sí, una colmena sin abeja reina, y con muchos zánganos. Una apología del fracaso voluntario, un eterno esperando el porvenir con la secreta esperanza de que nunca llegue, la frustración exige menos esfuerzo.


                                                                                                                                               (continuará...)





23 abril 2024

PAULINE KAEL ANTOLEJÍA: “EL RESPLANDOR” (1980) Stanley Kubrick

 



Devolución


     En El resplandor de Stanley Kubrick hay algo de lo que puedes estar seguro, el travelling: Kubrick ama los travellings ultra suaves que son posibles gracias a la Steadicam. Este maravilloso invento, un aparato que estabiliza la cámara de modo que el cuerpo del operador sustituye a una grúa, fue utilizado con efectos dramáticos en Rocky (la secuencia del salto triunfal por la escalinata) y en Bound for Glory (el recorrido por el campo de trabajadores inmigrantes), pero probablemente nunca se ha utilizado tanto ni tan bien como en El resplandor. Al menos en una secuencia, Kubrick lo utiliza de forma espectacular: nos deslizamos detrás de Danny (Danny Lloyd), el niño en peligro (aparenta unos cinco años), en el centro de la película, mientras pedalea en su triciclo por los corredores del enorme Hotel Overlook, donde transcurre la mayor parte de la acción. A algunos de los espectadores nos entran ganas de reír de placer ante la proeza visual, y se une a una auditiva: los sonidos de las ruedas moviéndose por la alfombra de madera son increíblemente exactos. Casi nos dan ganas de aplaudir. Sin embargo, aunque admiremos los efectos, nunca nos atraen ni nos hipnotizan. Cuando vemos un destello de cadáveres ensangrentados u observamos un torrente de sangre saliendo de un ascensor, no estamos asustados, porque la absorción de Kubrick de la tecnología cinematográfica nos distancia. Cada plano parece rigurosamente calculado, meticuloso, y mantiene las escenas durante tanto tiempo que el suspense se disipa. La participación de Kubrick en la tecnología cinematográfica condujo a los impresionantes efectos de 2001, y y al estilo de Barry Lyndon, que algunos encontraron hipnótico, pero aquí juega en su contra. Una y otra vez, la cámara sigue a los personajes, y en el clímax, cuando corremos por el laberinto de setos del hotel, la rítmica uniformidad nos ha agotado. Es como estar viendo las piruetas de un skater durante toda una noche, o al menos durante dos horas y veintiséis minutos. (Menos dos minutos de metraje muy prescindible que el director cortó después del estreno de la película).

     La historia, libremente adaptada de una novela gótica de Stephen King, trata de un antiguo profesor, Jack Torrance (interpretado por Jack Nicholson), que quiere escribir; acepta el trabajo de vigilante de invierno en un hotel aislado de Colorado que fue construido sobre un cementerio indio, y se muda con su mujer, Wendy (Shelley Duvall), y Danny, su hijo. El niño ya está algo traumatizado debido a un episodio del pasado en el que su padre, borracho y de forma violenta, le agarró y le dislocó el hombro. Desde aquella lesión, Danny tiene una sensibilidad psíquica, "el resplandor", y tiene visiones que le hacen temer el hotel, especialmente la habitación 237. El cocinero negro del hotel, Halloran (Scamian Crothers), que también "resplandece", le explica que los acontecimientos del pasado dejan huellas que pueden ser peligrosas para los que tienen "el don", y le advierte que evite esa habitación. Sin embargo, Torrance, aunque ha sido advertido de que un cuidador anterior tuvo "claustrofobia" y mató a sus dos hijas pequeñas y a su mujer antes de quitarse la vida, está encantado con el lugar, que le proporciona una feliz sensación de déjà vu [ya visto]. Así que los Torrance se quedan solos durante el invierno, atrapados por la nieve en lo que obviamente es un hotel encantado.

     Se necesita valor, o tal vez algo más que arrogancia, para que Kubrick vaya en contra de todas las convenciones y filme la mayor parte de esta película gótica a plena luz del día. Probablemente le gustaba la idea de que nos despertáramos en una pesadilla en lugar de dormirnos en una. Y, después de haber utilizado tantas tomas nocturnas en La naranja mecánica y tanta iluminación romántica en Barry Lyndon, pudo querer el desafío técnico de una luz más deslumbrante. Los decorados del hotel, que se construyeron en los estudios EMI-Elstree, a las afueras de Londres, tienen enormes ventanales; los interiores, elegantes y sencillos, están decorados en algo parecido a una mezcla de Navajo y Art Deco, e inundados de luz solar simulada. No hay un rincón oscuro en ninguna parte; incluso los almacenes de la cocina tienen una audaz luz fluorescente. Pero las convenciones del gótico son divertidas. ¿Quién quiere ver el mal a la luz del día, a través de una lente gran angular? Acudimos a El resplandor esperando ver efectos de miedo desagradables y una apelación a nuestros miedos nocturnos más vertiginosos, figuras vaporosas, lugares sombríos. Lo que obtenemos no despierta la imaginación. Visualmente, la película a menudo se siente como un engaño, porque la mayoría de las imágenes de terror no están integradas en los travellings; los horrores del sangriento pasado del hotel suelen aparecer en insertos que parpadean como diapositivas. Además, hay diálogos largos y estáticos entre Torrance y dos personajes demoníacos, un barman y un camarero, que son claramente sus demonios: tentaciones personificadas, como en una obra de misterio medieval, que animan sus peores impulsos. (También parecen tan sustanciosos como él). El taciturno barman (interpretado por Joe Turkel, que fue el soldado Arnaud en Senderos de gloria) está iluminado para parecer satánico; ofrece a Torrance bebidas gratis. El repugnante y esnob camarero inglés (Philip Stone) incita a Torrance a mantener su autoridad sobre su mujer y su hijo por la fuerza. Durante estas largas conversaciones, parece que estemos en un hotel del infierno. Es una película muy hablada (un infierno para algunos cinéfilos). Claramente, Stanley Kubrick no está interesado principalmente en el cine de terror como diversión terrorífica o por la belleza misteriosa que directores como Dreyer y Murnau le han aportado. Kubrick es un técnico virtuoso, y es parte de la emoción que genera una nueva película de Kubrick. Pero no es sólo un técnico virtuoso; es también, que Dios nos coja confesados, un metafísico mortalmente serio.

     Se dice que el público siempre concede a las películas el beneficio de la duda durante la primera media hora; en El resplandor, creo que le damos más, de cuarenta y cinco minutos a una hora. Por un lado, tiene una maravillosa secuencia de apertura que promete el tipo de película que esperamos que sea, ominosa música de cuerno con sonidos sintetizados de cascabeles de serpiente y trinos de pájaros que sugieren terror cósmico, y vistas de helicóptero de un coche visto desde lo alto, como una oruga observada por Dios, mientras Torrance conduce por las carreteras de montaña para su entrevista de trabajo en el Overlook. Y luego está Nicholson mismo. Tiene una manera de hacernos sentir que estamos en una broma, que estamos leyendo sus sucios y resentidos pensamientos detrás de sus afables sonrisas de tiburón, él da a la primera hora de la película su zumbido. Pero Kubrick utiliza a Nicholson de la forma más obvia. El personaje de Jack Torrance, un hombre enfurecido por su propia ineptitud, el tipo de hombre que se envalentona con su mujer, le dice que le ha destrozado la vida, se burla de ella y la hace sentirse insegura de él y de sí misma. Nicholson encaja a la perfección, y su interpretación empieza a parecer encorsetada, ligeramente robotizada. No hay sorpresa en nada de lo que hace, ni sensación de invención. Esto es cierto para todos en la película, los actores parecen herramientas de Kubrick, y tienes la sensación de que se les ha negado cualquier libre albedrío. La actuación de Nicholson, sin embargo, es la más sufrida, hay muchos planos en los que tiene un aspecto diabólico, las cejas como dos montes Fuji en su frente, y tantos ecos de sus otros monstruos, en Carnal Knowledge y The Fortune and Goin' South. No hay nada que pueda hacer con el papel, excepto expresar el trasfondo hostil de ojos brillantes de una locura incipiente mientras espera a volverse completamente loco. Es una larga espera, en una película poco poblada. (Una vez que los Torrance están aislados durante el invierno, no tenemos más que horrores rápidamente vislumbrados y esos demonios de tentación moral para distraernos). Y cuando Torrance se vuelve violento e intenta recrear los crímenes del anterior cuidador, el tono de la interpretación de Nicholson parece demasiado rabioso para la película en la que está: hacha en mano y babeando, con la lengua dentro de la boca, parece salido de una vieja película de A.I.P [estudio de películas serie-b, Corman]. Está al borde de lo cómico, lo que no quiere decir que lo sea, y, finalmente, a pesar de su gran talento, resulta aburrido, una mezcla de Ricardo III y el Lobo Feroz soplando y resoplando.

    El tema de la familia, es decir, el miedo primario de un niño a que su padre haga daño a su madre y a él, no encaja: no sentimos el toma y daca del estrés familiar, no sentimos que Jack y Wendy Torrance estén casados o que Danny sea su hijo. Cuando los tres están juntos en el coche hacia el hotel podemos hacernos una idea de cómo interactúan, Kubrick y su co-guionista, la novelista y crítica Diane Johnson, utilizan la escena para que Jack responda a la pregunta del niño sobre qué era el Donner Party [una invernal expedición de pioneros a California, que terminaron comiéndose entre ellos]. (Por si no lo sabíamos, el misterio de esta película es el misterio superior. El Donner Party se ha convertido en el equivalente literario a las historias del National Enquirer del tipo "Mi madre se comió a mi hijo"). El niño que interpreta a Danny tiene un rostro claro y una voz grave, no infantil; tiene una calma encantadora, una cualidad de trance. Pero cada escena de la película está tan cuidadosamente estructurada para servir a un propósito y actúa con tanta precisión que empieza a parecer una marioneta, y no sentimos ansiedad por su destino, como lo haríamos con un niño cuyo terror no estuviera tan silenciado. Wendy, que hace el trabajo en el hotel mientras Jack se sienta ante su máquina de escribir, es un papel de víctima apesadumbrada hasta que deriva en la histeria, debe salir de sí misma para proteger a su hijo. Aunque al principio Shelley Duvall parece no estar del todo ahí, como si sus frases las dijera otra persona en otra habitación, se vuelve mucho más fuerte. Podemos sentir que está sujeta; normalmente aporta una excentricidad más radiante a sus papeles. Pero parece más un Modigliani que nunca, e incluso en este papel, que requiere que se le salten las lágrimas casi constantemente, tiene una asombrosa franqueza y galantería. Hay un momento extraordinario cuando Wendy coge a su hijo y grita a su marido, y en lo que probablemente sea la serie de planos más atrevidamente sostenidos de Wendy, lleva un bate de béisbol por si lo necesita con Jack, retrocede mientras él sigue avanzando, ella blande el bate mientras retrocede por una habitación y sube una escalera para mantenerlo a distancia. Es una parodia macabra de un baile de cortejo, escenificada con una precisión milimétrica (aunque exagerada), y Duvall está soberbiamente sencilla incluso cuando está paralizada de terror. Sin embargo, Duvall no es del todo convincente como madre; es más bien una concienzuda niñera.

    De todos modos, los Torrance no parecen interesarle realmente a Kubrick, no como individuos. Al principio, tenemos la impresión de que los horrores y demonios son simplemente encarnaciones alucinatorias de los impulsos de Jack de matar a su mujer e hijo, y que Danny, con su resplandor, está captando advertencias. Cuando Danny resplandece, a menudo mueve el dedo índice y habla con la voz gutural de un amigo imaginario, Tony, que, según Danny, "vive en mi boca"; Tony grazna "Redrum" [“Murder” al revés], a la manera de "Cuidado con los idus de marzo". Jack hizo voto de no beber tras el violento incidente con su hijo, pero cuando Wendy le acusa de maltratar de nuevo al chico, comienza a frecuentar el Gold Room, el bar del recibidor del hotel, donde se emborracha (¿imaginariamente?), mantiene conversaciones con el camarero (¿imaginario?) y se mezcla con los huéspedes (¿imaginarios?) en fiestas que sugieren los años veinte. Casi es seducido por una mujer desnuda, alta y delgada, que sale de su baño en la habitación 237, pero cuando están abrazados besándose, él ve en el espejo que ella es una crápula gorda y podrida, y en el mismo instante ella vuelve al baño y sigue de pie riéndose de él. El comportamiento de Danny y las actividades de Jack parecen explicables por la locura de Jack. Pero Danny ha sido magullado en el cuello, y dice que era la arpía, tratando de estrangularlo, y después de que Jack se haya vuelto locamente violento y persiga a Danny, Wendy ve a un par de criaturas depravadas en un dormitorio. (Kubrick tiene un extraño sentido de la moralidad: se supone que es un libertinaje espantoso cuando Wendy ve a las dos figuras en el dormitorio, una de ellas disfrazada de cerdo, y la mira mientras sigue inclinada sobre los genitales de un hombre en traje de noche sobre la cama). Pronto Wendy, como Danny, ve la sangre saliendo del ascensor, y otras apariciones, y oye a la gente cantar. ¿Las tensiones entre padre, madre e hijo crean los fantasmas, o sirven los fantasmas como catalizadores para hacer que esas tensiones afloren? Parece un proceso entrelazado. Kubrick parece estar diciendo que la rabia, la violencia incontrolable y los fantasmas se engendran mutuamente, son realmente la misma cosa. Está usando la patraña de Stephen King para hacer una metafísica sobre la inmortalidad. Los Torrance son sus arquetipos; las fuentes y las víctimas de los monstruos que viven en ellos.

     Kubrick nos desconcierta deliberadamente, como Antonioni en El reportero, aunque con fines diferentes. Las conversaciones entre Jack y sus demonios se suceden como las exposiciones de los melodramas de salón de hace cincuenta años; se podrían tirar piedras a un río y ver las ondas entre las palabras. (En una de estas escenas, con Jack y el camarero conversando en un baño de hombres, la película se detiene en seco, de lo que nunca se recupera del todo). Kubrick quiere desorientarnos. En un momento crítico de la acción, hay un corte abrupto a las imágenes de las noticias que Halloran, el cocinero, está viendo en Florida, y el público está desconcertado, ¿y si el proyeccionista cometió un error? En una escena, Jack, en la cama, lleva una sudadera, las letras están invertidas, por lo que asumimos que estamos viendo una imagen especular. Pero entonces Wendy entra en la habitación y se acerca a él, y nunca nos alejamos para ver el espejo. El resplandor también está llena de dislocaciones temporales deliberadas. Dos hermanas pequeñas (que parecen la recreación deliberada de una fotografía de Diane Arbus) aparecen ante Danny; naturalmente asumimos que son las hijas descuartizadas del anterior cuidador. Pero llevan vestidos de fiesta gemelos de los años veinte, y se nos ha dicho que las hijas fueron asesinadas en el invierno de 1970. Jack dice que hirió a Danny hace tres años, y Wendy dice que ocurrió hace cinco meses. El camarero, al que Jack conoce por primera vez en una fiesta de los años veinte, tiene el mismo nombre que el conserje asesino de 1970. (No se menciona quién ha cuidado del hotel los inviernos desde entonces). La película está salpicada de títulos: de repente aparece un fotograma negro con "martes", "las 3 en punto" o "sábado"; después de los primeros, todos los títulos hacen referencia al tiempo, pero de forma casi arbitraria. Jack dice que le encanta el hotel y que desearía "poder quedarnos aquí para siempre, siempre, siempre". Y al final hay una fuerte insinuación de reencarnación y la sugerencia de que Jack ha estado allí siempre, siempre, siempre. Odio decirlo, pero creo que el personaje central de esta película es el tiempo mismo, o, más bien, la atemporalidad.

     Incluso el uso metódico de patrones de seguimiento es temático, una representación visual de la experiencia cíclica y repetitiva de la naturaleza. Probablemente Kubrick con el movimiento arremolinado desde el principio hace palpable el mal, y luego, a medida que nos desorientamos con el tiempo, supuestamente debemos asumir la inevitabilidad mística del feo asunto (la intemporalidad del asesinato). Pero como no hemos sido atraídos, no estamos efectivamente desorientados, sólo hartos. Esperamos las revelaciones, los acontecimientos que conectarán los diferentes tipos de fenómenos parapsicológicos que hemos estado observando, y como no tenemos esas revelaciones, el cuadro global no parece tener ningún sentido. Así que cuando, al final, nos golpean en la cabeza con la reencarnación, no tiene ninguna resonancia emocional. Parece un estúpido final.

     Gran parte de la película parece estar estructurada en los términos del ensayo de Freud Lo siniestro”. (La creación de un doble por parte de Danny para protegerse a sí mismo, la inmediata sensación de Jack de estar en casa en el hotel, el laberinto, etc.), pero en realidad no sentimos este patrón psicológico; no conectamos subconscientemente mientras vemos la película. ¿Y qué hay de la sangre roja que sale del ascensor? No hay ninguna lógica gótica, onírica, a la que podamos responder cuando vemos el ascensor sangrando, y nadie toma nunca un ascensor en esta película. ¿Es posible que Kubrick pretenda algo tan banal como ríos de sangre corriendo a través del tiempo, subiendo y bajando? Probablemente la mayoría de nosotros vamos a ver una película gótica deseosos de ser manipulados por alguien con delicadeza. Pero no sabemos leer suficientemente las señales de Kubrick para poder manipularnos con éxito. Una y otra vez, la película nos hace esperar algo, casi lo promete, y luego nos decepciona. ¿Para qué darnos una vuelta por la inmensa cocina del hotel, con un inventario del contenido de la cámara frigorífica, cuando allí no ocurre gran cosa? (¿No podríamos tener al menos un alivio cómico, Shelley Duvall, como una Buster Keaton femenina, recorriendo kilómetros en un área diseñada para la preparación de banquetes para cocinar una comida para tres?) En un determinado momento, el niño se escapa del laberinto de setos y corre a los brazos de su madre, y tememos que su padre aparecerá justo detrás de él, y luego vemos a Jack en medio del laberinto. La parte más torpe de la película implica una promesa que es claramente defraudada. Cuando Jack se vuelve peligroso, Danny intenta buscar ayuda de la única manera que puede, enviando mensajes psíquicos a Halloran. La película entonces se entrecruza entre la madre y el niño en su terrible experiencia y Halloran en su apartamento en Florida, Halloran tratando de ponerse en contacto con el hotel por teléfono, Halloran tratando de que el Servicio Forestal se ponga en contacto con el hotel por radio, Halloran volando a Denver, Halloran en el aire, aterrizando en em el aeropuerto de Denver, alquilando un coche y conduciendo hasta Boulder, engañando a un amigo para pedir prestado un quitanieves, en el quitanieves conduciendo a través de una tormenta, conduciendo, conduciendo (siempre visto de perfil, con aspecto de indio esculpido), acercándose, finalmente llegando. Camina hacia la entrada (con su habitual andar de piernas arqueadas), entra por la puerta, entra (todavía con las piernas arqueadas) y grita y llama fuera, la escena se prolonga. Y de todo esto no sale nada decisivo para la película. Halloran viajó hasta allí, hemos sido sometidos toda esa laboriosa secuencia transversal (que destruye cualquier posibilidad de acumulación de suspense de vuelta al hotel) sólo para proporcionar una víctima de sacrificio y un quitanieves? Me viene a la mente la horrible sospecha de que como no queremos ver a Wendy ni a Danny heridos y no hay nadie más vivo alrededor a quien Jack pueda llegar, le han dado el hombre negro. (Recuerda la escena de Huckleberry Finn cuando Huck le cuenta a la tía de Tom, Sally, que llegó en un barco de vapor al que se le había roto una culata y había "explotado". "¡Menuda gracia!" dice ella. "¿Algún herido?" "No. Maté a un negro." "Bueno, es una suerte; porque a veces la gente sale lastimada"). Pero, al mismo tiempo, Halloran es el único personaje noble de la película. Demasiado noble. Algo no encaja bien en la forma en que la película atribuye el don de resplandecer al buen negro y al niño inocente (¿el insultado y el herido?), y tener el apartamento de Halloran en Florida decorado con grandes cuadros de sexys y orgullosas mujeres negras, le da a la película un olor a santidad. El camarero se refirió a Halloran como un "cocinero negro"; los demonios en esta película son tan viciosos que incluso son racistas.

     El resplandor parece tratar sobre la búsqueda de la inmortalidad, la inmortalidad del mal. Los hombres son asesinos psíquicos: quieren ser libres y creativos, y sólo pueden descargar sus frustraciones sobre sus aterrorizadas esposas e hijos. La película parece ser una historia de sustitución: el camarero niega haber sido el cuidador, pero siempre ha habido un cuidador. Y si el camarero dice la verdad, es Jack quien ha sido siempre el cuidador. O tal vez Jack está tan loco que ha inventado este camarero, en cuyo caso Jack probablemente siempre ha sido el cuidador. Aparentemente, vive para siempre, sólo para atacar a su familia sin cesar. Es lo que Kubrick dijo en 2001: la humanidad comenzó con el arma y simplemente sigue allí. Redrum ("asesinato" al revés). Kubrick es el hombre que pensó que era necesario introducir una fuerza divina (la losa negra) para dar cuenta de la evolución. Fue la losa la que le dijo al hombre simio que recogiera el hueso y lo usara como arma. Es una nueva versión del pecado original: el hombre asesino actúa por orden de Dios. De alguna manera, Kubrick eludió las implicaciones de su propia necedad cuando le dio a 2001 su aspecto utópico y su tecnológico final: el hombre, renacido de la ciencia, como un feto angelical e interplanetario. Ahora parece haber vuelto a su visión de principios de 2001: el hombre es un asesino, durante toda la eternidad. El hueso que estaba en lo alto del aire se ha convertido en el hacha de Jack, sostenida en alto, y Jack, agachado, haciendo movimientos salvajes e inarticulados, mientras se tambalea en el laberinto, se ha convertido en el simio.

     Lo que cada vez falta más en la obra de Kubrick es la espontaneidad, el instinto, la ligereza que nos haría responder intuitivamente. Estamos hambrientos de placer en esta película; cuando finalmente tenemos un par de tomas al aire libre con iluminación teatral, estamos patéticamente agradecidos. Como Wendy, cuando tratando de escapar de Jack, abre una ventana y mira la tormenta de nieve afuera, y cuando ella empuja a Danny y él se desliza por el banco de nieve, experimentamos, por uno o dos segundos, la belleza espectral que tanto anhelamos. Anteriormente (en la escena más imaginativa y escalofriante de la película), cuando Wendy mira la pila de manuscritos en los que su marido había estado trabajando, y encuentra una sola frase, "Solo trabajo y nada de juego hacen de Jack un niño aburrido", escrita a máquina una y otra vez. Bien, solo trabajo y nada de juego hacen también, de Stanley, un niño aburrido. Estuvo encerrado en este proyecto durante más de tres años, y si alguna vez hubo una película que exprese claustrofobia, es esta.





PAULINE KAEL ANTOLEJÍA: “EXTRAÑOS EN EL PARAÍSO” (1984) Jim Jarmusch

 

(Obviamente no comparto su opinión, es la película que cambió mi forma de ver el cine, pero es tan transparente en sus odios, en sus limitaciones formales, que sirve para aclararte a ti mismo porqué algo te gusta, justamente lo que ella no logra comprender, disfrutar)




     Extraños en el paraíso de Jim Jarmusch, que fue galardonada en Cannes este año y recibió una entusiasta acogida por la prensa en el reciente Festival de Cine de Nueva York, es una película que gusta fácilmente. Jarmusch, joven guionista y director estadounidense, utiliza una estética minimalista para lograr efectos cómicos discretos. La película es en blanco y negro, y cada escena es una sola toma seguida de un apagón. Así, cada momento de acción (o de estancamiento, como ocurre en la mayoría de los casos) está separado, discriminado, y los tres anómicos personajes principales -morosamente inexpresivos- están en el mismo plano. Son como drogadictos, pero sin drogas; están drogados con su propia apatía. También son -y esto es lo que convierte a la película en una novedad popular del orden de la película de 1959 Pull My Daisy- bastante entrañables.

    La primera parte transcurre en el desnudo apartamento del Lower East Side de Willie (John Lurie), que se ve obligado a acoger a Eva (Eszter Balint), su prima de dieciséis años de Budapest, durante diez días. La broma aquí es la broma básica de toda la película. Está en lo que Willie no hace: no le ofrece comida ni bebida, ni le hace preguntas sobre la vida en Hungría o su viaje; no se ofrece a enseñarle la ciudad, ni siquiera a proporcionarle sábanas para su cama. Y es que Eva no espera ninguna cortesía. Willie es alto, flaco y cabizbajo, de labios anchos y nariz larga y aplastada, e incluso cuando está sentado en casa en tirantes viendo la tele lleva un pequeño sombrero de fieltro de ala estrecha sobre su triste cara de caballo. Willie tiene una mirada melancólica, canalla, se diría que no hay otra persona en el mundo como él. Entonces llega Eddie (Richard Edson), que pasa el rato con él, y que es como el gemelo narigudo de Willie, hasta con el mismo estúpido sombrerito, excepto que no es tan alto. Eddie es más sociable que Willie pero está aún más abajo en la escala lumpen. Willie apuesta a los caballos; Eddie apuesta en las carreras de perros. Estos dos salen a las frías calles a holgazanear, y en la película, en la que prácticamente no pasa nada, nos fijamos en la mirada pesarosa de Eddie. Cree que deberían llevarse a Eva, que es bastante guapa y, con su desganada forma de hablar (en las raras ocasiones en las que habla), parece encajar con el personaje. Pero Willie veta la idea. No muestra ninguna cordialidad hacia ella hasta poco antes de que se acaben sus diez días, cuando ella trae a casa algunos comestibles y cigarrillos; entonces le da la mano y le dice que está bien, se refiere a que es pobre y marginal, como él.

     La película es una picaresca punk. Eva, que nunca llega a ver más de Nueva York que la monótona y anónima zona donde vive Willie, se va a Cleveland para quedarse con la tía Lotte y trabajar en un puesto de perritos calientes. Y cuando, un año más tarde, Willie y Eddie cogen sus ganancias de póquer, piden prestado un coche y van a Cleveland a verla, todo lo que ven es un páramo helado, barrios bajos y desolación, y Eddie dice: "¿Sabes?, es curioso. Llegas a un lugar nuevo y todo parece igual". Cuando los hombres deciden ir a Florida, se llevan a Eva con ellos, se detienen en un motel de mala muerte en un tramo sombrío de la costa, y, sí, una vez más todo parece igual. Pero sólo en esta película, aunque juro que oí a alguien citar la frase de Eddie con aprecio, como si no fuera parte de un gag, como si hubiera algo profundo. Extraños en el paraíso es una película en la que nunca pasa nada; tiene algo de la misma languidez bombardeada de Trash de Paul Morrissey en 1970, pero sin sexo ni travestismo. Jarmusch presta más atención al encuadre, y en mantener la película formalmente fría.

     Las imágenes, como las vidas de los personajes, están tan vacías que Jarmusch hace que te fijes en cada pequeño y sucio detalle. Y esos apagones tienen algo del efecto de las pausas de Beckett: nos hacen mirar, escuchar, con más atención, porque sabemos que estamos bajo el control de un artista. Pero el mundo de delincuentes de Jarmusch en un sopor invernal es una historieta de Beckett. No hay terror bajo o alrededor de lo que vemos: la desolación es un gag. Y el afecto inexpresado de los tres personajes entre sí confiere a la película un carácter de pulp. Estos tres son una especie de cruce entre lo que el punk solía significar y lo que el punk ha llegado a significar. (Su falta de afecto parece tan pre-civilizado como post-civilizado). Eva, dura y desamparada, escucha el endiablado ritmo de la canción de Screamin' Jay Hawkins "I Put a Spell on You", y sólo quiere un poco de sol y compañía, y a los hombres les gustaría dársela, pero no saben cómo. La película atrae por su utilización de un estilo absurdo para mostrarte a gente que camina por sus vidas sin esperar casi nada. Además te atrapa por sus esfuerzos para acercarse los unos a los otros. Frescura punk más destellos de calidez y un final deprimente demasiado tierno, que no es un crimen estético, pero tampoco es para tanto.

     Extraños en el paraíso tiene un encanto extraño y despreocupado; es divertida. Pero levemente divertida -minimalismo de perro vagabundo- y no tiene suficientes ideas (o risas) para sus noventa minutos de duración. Tiene su propia mirada -lo que es un verdadero logro- pero no es tan entretenida como la desordenada Repo Man. Jarmusch (que recaudó 120.000 dólares para hacer la película) y su director de fotografía, Tom DiCillo, claramente saben lo que están haciendo, y la idea de hacer escenas de una sola toma para transmitir la anomia cómica es muy astuta, pero el formato resulta cansino. Cuando los dos payasos se dirigen a Cleveland y los vemos durante su lúgubre y húmedo trayecto, no hay variedad, no hay alivio de la tristeza. Es un viaje largo y aburrido. Por momentos todo lo que se puede admirar de Jarmusch es su implacabilidad en mantener la mirada abatida y vacía. En sus mejores momentos, tiene un tempo irracional, instintivo, que puede pillarte desprevenido y hacerte reír a carcajadas, como me pasó a mí con la escena en la que Willie y Eddie juegan a las cartas con la decrépita vieja tía Lotte (Cecillia Stark), cuando anuncia en voz alta: "Soy venerable". Pero para pensar que Extraños en el paraíso es una película sorprendente tendrías que sintonizar su minimalismo tan pasivamente como tus expectativas. La película está tan encorsetada que da la sensación de ser una comedia de Europa del Este; es como una comedia de privación sensorial.




22 abril 2024

PAULINE KAEL ANTOLEJÍA: “EL GATOPARDO” (1963) Luchino Visconti



     Es profundamente satisfactorio ver, por fin, la magnífica película de Luchino Visconti de 1963 “El gatopardo” en italiano, con subtítulos, y en todo su metraje, tres horas y cinco minutos. Había sido recortada a dos horas y cuarenta y un minutos cuando se estrenó en este país, en una versión doblada al inglés que no siempre parecía estar sincronizada, y con el color brillando en formas muy variables y desorientadoras. Ahora la película tiene su forma completa, y no podría haber llegado en mejor momento. Las nuevas películas, especialmente las nuevas películas americanas, han llegado a un punto muy bajo. Y aquí tenemos una obra de un tipo que ya rara vez vemos: una gran epopeya popular, con obvias similitudes con Lo que el viento se llevó. Ambientada en Sicilia, a partir de 1860, es Lo que el viento se llevó con sensibilidad, una sensibilidad casi chejoviana. No tiene los personajes centrales activos que tiene la epopeya americana; no hay una Scarlett o un Rhett. Pero tiene un héroe a gran escala: Don Fabrizio, Príncipe de Salina, interpretado superlativamente bien por Burt Lancaster. Y es mucho mejor haciendo el tipo de cosas que hizo Lo que el viento se llevó: mostrar cómo los acontecimientos históricos afectan a las vidas de las clases privilegiadas, que puede hacerte avergonzar un poco de Hollywood. Lo que el viento se llevó es, por supuesto, una magnífica pieza de entretenimiento; El gatopardo es tan bella que evoca toda una cultura. Lanza un hechizo inteligente, inteligente y arrebatador.

     La epopeya de Visconti se basa en la novela póstuma de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, un príncipe siciliano empobrecido, como su héroe. (El escudo de armas de Lampedusa llevaba un gatopardo). Sin embargo, la película no es lo que normalmente llamamos "novelística"; todo nos llega físicamente. Visconti sugiere los pensamientos y sentimientos de Don Fabrizio con barridos a través de las texturas de su vida. Las telas, los uniformes militares, los muebles oscuros y pesados, los enormes palacios, con sus terrazas y amplias escaleras de mármol, y los áridos y duros paisajes en los que se ambientan. Burt Lancaster siempre ha sido un actor muy físico, y este es un papel sumamente físico. Conocemos al Príncipe por su porte noble y la seguridad de sus gestos, que nunca son inútiles. Se siente cómodo con la autoridad; se puede creer que es el resultado de siglos de crianza aristocrática. Hay grandeza en la interpretación, que Lancaster ha reconocido inspirada en el propio Visconti (que, aunque no era siciliano, era un conde cuyos títulos familiares figuraban entre los más antiguos y nobles de Europa). No se trata sólo de que el Príncipe esté en sintonía con su entorno. Se han formado el uno al otro: él y el palacio de Salina a las afueras de Palermo son uno.

     Las propiedades del Príncipe han menguado, el dinero escasea, pero él
mantiene las tradiciones familiares. No es un romántico, es realista. Protegerá los valores aristocráticos mientras pueda, y hará todo lo posible para proteger el futuro de la familia Salina, su mujer y sus siete hijos, su sobrino y el sacerdote de la casa y todos los demás asistentes. Él se pliega a los tiempos sólo lo necesario. En 1860, Italia estaba en medio de una revolución. Garibaldi y sus seguidores, los Camisas Rojas, intentaban unificar Italia y liberar el sur y Sicilia del dominio Borbón. El sobrino favorito del Príncipe, el galante y enérgico Tancredi (Alain Delon), se une a Garibaldi con la bendición del Príncipe y una pequeña bolsa de su oro, el Príncipe comprende que los Borbones caerán. Es un hombre con pocas ilusiones, un hombre sensato que sufre a estúpidos todo el tiempo y trata de amortiguar su impaciencia. Cuando Garibaldi desembarca en Sicilia con un ejército de unos mil hombres, y hay escaramuzas en las calles de Palermo, la neurasténica esposa del Príncipe (Rina Morelli) se asusta histéricamente, es una caprichosa, y él, reconociendo que pueden estar en peligro, la pone a ella y a su prole a salvo en las propiedades familiares al otro lado de la isla, en Donnafugata. Por el camino, los sirvientes preparan un picnic: extienden un gran mantel de lino blanco y vajilla, y plato tras plato, mientras los mozos se ocupan de los caballos. (Corot debería haber sido invitado.) En Donnafugata, el Príncipe dirige la procesión de su gente, cansada y cubierta de polvo del camino, a la catedral. Sentados en los bancos de la familia Salina, parecen cadáveres muertos.

     La película trata sobre la traición a la revolución democrática de Garibaldi, y sobre la obstinación de oportunistas como Tancredi. ("Negro y delgado como una víbora" fue como le describió Lampedusa). Tancredi construye su reputación de luchador heroico mientras es oficial de los Camisas Rojas de Garibaldi, pero en cuanto el poder pasa a manos de los terratenientes de clase media, dominados por la mafia, cambia de bando, se pone el uniforme del nuevo rey, su rey, Víctor Manuel II, de la Casa de Saboya. Ni siquiera parpadea cuando oye los disparos que marcan la ejecución de los últimos de las tropas leales a Garibaldi. El joven Delon es quizás demasiado ligero para el papel. Con sus rasgos uniformes, dientes pequeños y mejillas suaves, es un objeto de arte muy bonito, perfectamente esculpido. Sería una figura fina y ágil en una opereta, pero no tiene la emoción o la fuerza para dar a las acciones de Tancredi el peso que podrían haber tenido. (Este Tancredi es tan superficial como ese otro oportunista que es Scarlett). Pero la película trata esencialmente del Gatopardo y cómo reacciona ante los cambios sociales.

     Lancaster es el centro de atención de la película. Vemos cada cosa que sucede a través de los ojos de Visconti, por supuesto, pero sentimos que estamos viéndolo a través de los ojos del Príncipe. No podríamos estar más cerca de él si estuviéramos dentro de su piel, en cierto modo, lo estamos. Vemos lo que él ve, sentimos lo que siente; sabemos lo que hay en su mente. Está encariñado, y un poco envidioso, de Tancredi, con su juventud y brío. El Príncipe sólo tiene cuarenta y cinco años, pero cuarenta y cinco era una edad madura a mediados del siglo XIX, ha percibido cuál será el resultado de la revolución: los acaparadores más despiadados llegarán a la cima. Hay un espécimen despreciable de la raza, el rico y poderoso alcalde de Donnafugata, Don Calogero (Paolo Stoppa), ansioso por ascender en la sociedad. El príncipe tiene una hija que está enamorada de Tancredi, pero el Príncipe comprende que esta hija, primitiva y reprimida, como su esposa, está demasiado sobreprotegida para ser la esposa que Tancredi necesita para su importante carrera pública. Y Tancredi, que no tiene nada más que su título principesco y su encanto desenfadado, necesita una esposa que le proporcione una fortuna. Y así, cuando Tancredi queda prendado de la equilibrada y sensual hija de Don Calogero, Angelica (la joven y exuberante Claudia Cardinale, lamiéndose demasiado los labios), el Príncipe organiza la boda. (Todo esto se presenta de forma muy convincente, y probablemente sea una tontería poner objeciones a una obra maestra, pero dudo que un padre cariñoso, y especialmente uno privado de sensualidad en su relación con su esposa, esté tan libre de ilusiones sobre su hija. Y me pareció que estaba más aislado de sus hijos, uno de los jóvenes es interpretado por el jovencísimo Pierre Clementi, que tiene cara de pasiflora, de lo que estaría de un hombre de su temperamento, cualquiera que fuera su rango).

     Iluminada por el justamente célebre director de fotografía Giuseppe Rotunno, la película está llena de secuencias maravillosas y fluidas: las apresuradas despedidas de Tancredi de la familia Salina cuando se va a unirse a Garibaldi; el picnic; la secuencia de la iglesia. Las copias italianas originales parecen tener tonos marrones más profundos y dorados más brillantes, algunas de las escenas tienen un aspecto apagado, pero siempre hay detalles que alegran. Cada vez que la familia Salina se reúne para misa o para cenar, es una gran reunión. Algunas de las secuencias más pequeñas y menos opulentas están relacionadas con argumentos políticos, como el diálogo irónico entre el Príncipe y el tímido y preocupado sacerdote de familia (Romolo Valli), o entre el Príncipe y un criado de la familia que es su compañero de caza (Serge Reggiani, sobreactuando). Este snob empobrecido y leal a los Borbones se sorprende de que el Príncipe apruebe que su sobrino vaya a casarse con una chica cuya madre es "un animal iletrado". Los temas políticos que trata la película, por supuesto, están simplificados, pero se presentan con considerable contundencia, y son muy agradables. De las secuencias más pequeñas, tal vez la más deslumbrante es la conversación entre el Príncipe y un caballero profesor pequeño e inteligente (Leslie French) que ha venido con la solicitud oficial para presentarse a las elecciones al Senado. (Víctor Manuel II es un monarca constitucional). Aquí, el Gatopardo, rechazando la oferta, muestra todo su orgullo. Es el pasaje más literario de la película; es la lógica del guión: el Príncipe explica la arrogancia siciliana y su letargo, y cómo él y la tierra están entrelazados. Dudo que algún otro director se las hubiera arreglado incluso a mitad de camino con un diálogo sofisticado de este tipo, pero aquí tiene un éxito sorprendente. Lancaster mantene su energía bajo control durante la mayor parte de la actuación; ahora está ardiendo, y está completamente controlado. También tiene una escena salvaje y tragicómica, cuando Don Calogero, con ojos de comadreja, viene a discutir la propuesta de Tancredi a su hija. El Príncipe, asqueado, lo escucha y luego, con un movimiento sorpresivo, recoge a la pequeña comadreja, le planta un beso rápido y ceremonial en cada mejilla para darle la bienvenida a la familia y le deja caer. Sucede tan rápido que apenas tenemos tiempo para reír. La codicia de Don Calogero brilla luego en la satisfacción con que enumera cada elemento de la dote que le concederá a Tancredi; como si esperara que el Príncipe gritara "¡Hosana!" por cada acre, cada pieza de oro.

     Probablemente la película parezca tan intensa porque la acción no se dispersa entre varios grupos de personajes, como suele ocurrir en una epopeya. Nos quedamos con el Príncipe casi todo el tiempo. Excepto por la pelea en las calles, solo hay una secuencia importante en la que él no está, un episodio en el que Tancredi y Angélica deambulan por partes no utilizadas del laberíntico palacio Salina en Donnafugata. La ausencia del Príncipe puede que no sea la razón, pero este episodio no parece tener ningún propósito o punto focal, también es el único momento en el que el tempo de la película parece apagado. Siempre que el Príncipe aparece en pantalla, ya sea en su estudio, donde los telescopios indican su interés por la astronomía, o por el ayuntamiento, controlando su disgusto mientras bebe una copa de vino barato que don Calogero le ha entregado: estamos retenidos, porque siempre estamos aprendiendo cosas nuevas sobre él. Y a la hora de la conclusión, el baile de Ponteleone, sin duda el mejor momento cinematográfico que jamás haya rodado Visconti (y el más influyente, como atestiguan El padrino y The Deer Hunter), todo encaja. En este baile, los Salina presentan a Angélica a la sociedad, a todos los Príncipes y aristócratas sicilianos. El triunfo de Visconti es que aquí el baile cumple la misma función que el monólogo interior del Príncipe en la novela: a lo largo de esta secuencia, en la que el Príncipe revive su vida, siente arrepentimiento y acepta la muerte de su clase y su propia muerte, sentimos que estamos dentro de la mente del Gatopardo despidiéndose de la vida.

     Ahora nos damos cuenta de que todo lo que hemos visto antes conducía a este espléndido baile, que marca la aceptación por parte de los aristócratas del advenedizo que se está apoderando de su riqueza y poder. (Los pobres se quedarán abajo y, al menos desde el punto de vista del Príncipe, estarán peor que antes; la nueva clase dominante no estará sujeta a la tradición de la nobleza obliga). El Príncipe, solo por elección propia, deambula desde un gigantesco salón de baile al siguiente, observando a todas estas personas que conoce. Tancredi y Angélica tienen su primer baile y la partitura de Nino Rota da paso a un melodioso vals de Verdi, que había sido descubierto justo antes de que la película fuera rodada; Visconti lo estaba ofreciendo por primera vez en público, y una pieza de música jamás se ha exhibido tan abundantemente. Visconti (y tal vez sus ayudantes) ciertamente sabían escenificar secuencias de danza. (La película fue editada en un mes, pero el movimiento rítmico de todo el conjunto es embriagadoramente suave.) Pronto las salas abarrotadas se vuelven sofocantes y, con las mujeres agitando sus abanicos, parecen jaulas de polillas. El Príncipe, al alejarse de estas habitaciones recalentadas, ve un grupo de chicas adolescentes con sus volantes saltando arriba y abajo en una cama mientras charlan y gritan de alegría: chicas malcriadas y de cara pálida, como sus hijas, totalmente excitadas. En una sala donde la gente está sentada en mesas, festejando, mira con repugnancia a un coronel cubierto de medallas que se jacta de sus acciones contra los hombres de Garibaldi. Comienza a sentirse fatigado, sonrojado y enfermo. Entra en la biblioteca, se sirve un vaso de agua y mira fijamente un gran óleo: una copia de una escena del lecho de muerte de Greuze.

     Es allí, frente al cuadro, donde Tancredi y Angélica le encuentran. Quiere que el Príncipe baile con ella, y mientras le suplica sus cuerpos están muy cerca, y por unos segundos las emociones que está sintiendo cambian hacia algo cercano a la lujuria. Envidia a Tancredi por casarse por motivos distintos a los suyos; envidia a Tancredi por la belleza en toda regla de Angélica, su cordialidad, su rudeza. La escolta al gran salón de baile y bailan juntos el vals. Es el momento triunfal de Angélica: es públicamente acogida en su familia. Es recto y formal mientras bailan, pero sus pensamientos son caóticos. Experimenta un profundo lamento por la relación sensual que nunca tuvo con su esposa y una nostalgia por la vitalidad animal de su juventud. Las insinuaciones de su propia mortalidad son feroces. Después de devolver a la astuta y feliz Angélica a Tancredi, él va a una pequeña habitación especial para refrescarse. Al salir, ve una antesala, el suelo está cubierto de orinales que necesitan vaciarse. Finalmente, el baile llega a su fin y la gente comienza a irse, pero un grupo de jóvenes bailarines acérrimos todavía baila con fuerza: están saltando y dando vueltas al ritmo de una música tan animada que los mayores han abandonado la pista. El Príncipe organiza a su familia para que les lleven a casa, explicándoles que él irá caminando. Cuando pasa por las calles estrechas, es un hombre viejo. Los compromisos que ha tenido que hacer lo han hecho más que enfermar: lo han envejecido. Su visión de los chacales y las ovejas que están reemplazando a los gatopardos y leones lo envejecen aún más. Está emocionalmente aislado de su esposa e hijos; ya no siente ningún afecto por el astuto Tancredi. Está solo.

     El gatopardo es la única película que se me ocurre que trate sobre la aristocracia desde el interior. Visconti, el conde marxista, es a la vez despiadado y cariñoso. Su visión desde dentro no es muy diferente a la de Max Ophuls en Madame de…, que fue hecha desde fuera (aunque se basó en la novela corta de la aristocrática Louise de Vilmorín). La imaginación de Ophuls lo llevó donde el linaje de Visconti (y su imaginación) le había traído, y Charles Boyer nos regaló un retrato de un francés aristócrata que tenía similitudes con la actuación de Lancaster. Pero no comprendimos el valor del sistema de ese aristócrata francés con la robusta plenitud de nuestra implicación con el Gatopardo de Lancaster. Si no fuera por el nervudo, fuerte y rojo oscuro cabello del Príncipe y su físico magistral, su vigor, dudo que sintiéramos la misma melancolía ante la muerte de su clase. La película nos hace sentir que su gracia es parte de su posición. Estamos obligados a respetar los valores que son casi totalmente ajenos a nuestra sociedad. No es poca cosa para una película.


[1983]



21 abril 2024

PAULINE KAEL ANTOLEJÍA: “LA MAMÁ Y LA PUTA” (1974) Jean Eustache

 


La madona usada


     “LA MAMÁ Y LA PUTA” está hecha desde dentro del estado mental de la gente que piensa como en el Village o en la Escuela de Postgrado de Berkeley o, como en este caso, la Orilla Izquierda. Se trata de las actitudes de las personas educadas que utilizan su educación como una forma de hacer contacto entre sí en lugar de con el resto del mundo. Su forma de vestir y su comportamiento es un conjunto de señales; se dicen unos a otros que no tienen ilusión. Su modo de vida es un rito de cortejo colectivo, aunque se cortejan entre sí no para encontrar a alguien a quien amar, sino para ser amados, es decir, admirados. Viven en una atmósfera de narcisismo apocalíptico. Los personajes de La mamá y la puta pertenecen a la vida de café de St.-Germain-des-Prés, y al igual que la película, puede decirse que representan las esperanzas muertas de una década y una generación. Los Don Juanes de este grupo no necesitan ser ambulantes; se desplazan desde sus sillas de café. El héroe, Alexandre (Jean-Pierre Léaud), es un cachorro de treinta años; en su entorno, cuanto menos haces, más guay pareces. Alexandre tiene la vanidad intelectual y masculina que es la forma de machismo del vagabundo culto. Es un mentiroso inofensivo y ligero; cultiva sus caprichos; miente por diversión. Es un divertido artista del montaje, sin convicciones visibles o profundidad de sentimientos. Cuando ve a una antigua amiga (Isabelle Weingarten), hace una declaración de pasión eterna por el mero placer de oírse a sí mismo sonar apasionado. Ella es lo bastante lista como para no tomárselo más en serio de lo que él se toma a sí mismo.

     Alexandre no tiene ningún interés en una profesión; es un encantador profesional. Puede vivir sin trabajar porque ha encontrado una "madre", una amante que se ocupa de él. Marie (Bernadette Lafont) regenta una tienda de ropa, pero está lejos de ser una burguesa. Es una obrera tosca y sin pretensiones que intenta divertirse, es el mundo sólido al que Alexandre regresa tras las horas de acicalamiento en el café. Toda su energía se concentra en sus poses y paradojas y estrategias de frialdad. Pero cuando trama una pequeña campaña para hacerse importante para Veronika, una chica nueva a la que ve, es un esfuerzo inútil. Veronika (Françoise Lebrun), una joven y pobre enfermera tiene cara de madonna cansada y rígida, pero está tan disponible que, como ella misma dice, "echa para atrás a mucha gente". La película es una serie fugaz de monólogos y diálogos entre Alexandre, Marie y Veronika, casi en su totalidad sobre el tema del sexo. Está rodada en un blanco y negro granulado deliberadamente oscuro y veteado; no hay partitura musical, sólo sonidos "naturales" y algún disco rayado en un fonógrafo, y dura tres horas y treinta y cinco minutos. La respuesta del espectador a esta charla desenfrenada dependerá de si puede aceptar los monólogos de Veronika como reveladores de la verdad, o si cree que son los desvaríos familiares de las mujeres católicas en su salsa. Si es lo primero, la película, escrita y dirigida por Jean Eustache, puede parecer una obra maestra de la generación depresiva; si es lo segundo, una agria concepción. Creo que es en parte lo uno y en parte lo otro, pero las partes son inseparables.

    La ruda y agitada Marie está interpretada con calidez. Bernadette Lafont, cuyos rasgos grandes y generosos la hacen natural para las mujeres de clase obrera, se muestra abierta en el papel, vulgar y simpática. El cineasta también se decanta por las paradojas: Marie, la "madre", se parece a la tradicional de las películas francesas (como Arletty en Le jour se ve), y su relación con Alexandre es una actualización de la relación entre puta y proxeneta. Alexandre (y las pequeñas bohemias del mundo están llenas de Alexandres, aunque por lo general parasitan de padres, amigos y amigas) es, de hecho, un proxeneta infantil malcriado, que vive a costa de Marie y ni siquiera le proporciona la protección de un chulo. No tiene nada más que ofrecer que su gusto, su cháchara con clase y algo de calor corporal. Considera que su presencia, cuando está cerca, es suficiente regalo. Leaud no se limita a interpretar su papel (como hace a veces); proyecta los estados emocionales del superficial Alexandre, y ofrece lo que probablemente sea su interpretación más profunda como adulto. Alexandre está en pantalla todo el tiempo, reaccionando ante las mujeres, engatusándolas, probando actitudes, tan encaprichado con sus propias travesuras que apenas le importa el efecto que tienen en los demás. A Alexandre le gusta actuar, y su seca frivolidad es a menudo divertida (probablemente mucho más divertida conoces el francés lo suficientemente bien como para entender la jerga). Aunque Jean Eustache ha dicho que escribió los papeles específicamente para los intérpretes, la interpretación de Leaud es, sin embargo, una proeza de entrega a un papel. Nunca se quita la máscara, nunca se aleja de Alexandre.

     Sin embargo, la película depende del personaje de Veronika (y es un personaje muy espeluznante y doloroso), porque es Veronika quien carga con el peso de la emotividad de Eustache. Parece eslava (dice que es de origen polaco), y parece ser la santurrona de Eustache, una versión actualizada de Sonia, la heroína de Crimen y castigo; está ahí para despertar la alma estúpida de Alexandre, aunque él no es Raskolnikov. Lo único que impide que Alexandre sea la especialidad, favorita, de Leaud es que se ve obligado a escuchar el recital de Veronika sobre sus feas y sórdidas privaciones y sus náuseas. Está borracha y es insistente; una vez que Alexandre se ha ido a la cama con ella, no puede deshacerse de ella. Ella le acosa, va al apartamento de Marie y se mete en la cama con ellos. Veronika, que lleva el pelo a lo santa, trenzado alrededor de la cabeza, es una víctima de abusos sexuales; su pequeña buhardilla en el cuarto de enfermeras de un hospital es como una cámara penitencial. Se ofrece voluntaria para el abuso; busca sexo y se siente humillada por ello. Es el mayor fardo de culpa que jamás haya aparecido en la pantalla, y una vez que deja de escuchar a Alexandre y empieza a hablar, nunca se calla, excepto para vomitar todo el sexo sin amor al que se ha sometido.

     Bernadette Lafont, que hizo su primera aparición en la pantalla como protagonista del cortometraje de Truffaut Les Mistons (1957), y Léaud, cuyos largos fulares se remontan a su aparición como niño de doce años en Los 400 golpes (1959), han sido los intérpretes emblemáticos de la Nouvelle Vague (Nueva Ola); y los personajes que interpretan aquí son una prolongación de los que han desarrollado a lo largo de los años. (Incluso Isabelle Weingarten, protagonista de Las cuatro noches de un soñador, de Bresson, lleva esa credencial). Pero Françoise Lebrun, una estudiante de postgrado en literatura moderna que nunca ha actuado en la pantalla, es completamente de Eustache; ella da a la película su alma hosca y magullada. Se puede adivinar que su rostro triste, engañosamente plácido, con su sugerencia de madona maltratada, inspiró a Eustache. Tiene el típico rostro de viejoven con el que un director de cine puede proyectarse fácilmente; parece una versión actualizada de la joven Dietrich, con su trenza de oro pálido alrededor de la cabeza, como la inocente campesina, que pronto será una mujer caída, en El Cantar de los Cantares, la tópica vieja película de Mamoulian-Sudermann sobre la inocencia traicionada. El rostro de ojos abiertos de Lebrun es opaco, el de una mujer encerrada en sus miserias. Mantiene un gesto hosco y doliente, y mientras se derrama el torrente de obscenidades y quejas, todos podemos proyectarnos en ese rostro. La mamá y la puta es un psicodrama que cambia y redefine sus términos; estos términos son irónicos hasta la última hora, cuando Veronika queda exenta de ironía y se nos pide que nos identifiquemos con ella y la veamos como un icono de la soledad, el sufrimiento y la degradación modernas. Es una mártir del sexo insensible.

    Eustache no se distancia de Veronika. Por eso la película parece tan arbitraria, puedes sentir que ha sido un buen deporte sentarte para verla, un concurso de resistencia, pero también es lo que da a la película su distinción. Eustache está ahí. Su método es como el de un Cassavetes francés; intenta poner en pantalla la cruda verdad, esta película podría ser su Maridos. Cassavetes intenta dar al material actuado el aspecto y el sonido del cinéma verité; Eustache va aún más lejos. Introduce tramos muertos y trivialidades, creando aburrimiento para que el material parezca real; prolonga la película después de que pienses que ha terminado, casi parece una broma del director. El método de Eustache se asemeja a la aleatoriedad estática de las imágenes de Warhol-Morrissey, aunque aquí no es una cuestión de indiferencia, sino un objetivo consciente. El azar es la ilusión que busca Eustache. No permitió a los actores desviarse del guión de trescientas páginas, pero mantiene el encuadre un poco áspero e inseguro, como si el cámara buscara la acción, y se necesitaron tres meses de montaje para que esta película pareciera sin editar. Eustache busca un aspecto casual porque está decidido a no congraciarse. Es como si sintiera que sólo empujándonos más allá de la paciencia, sólo alejándonos de los placeres superficiales de la elegancia cinematográfica y una partitura completa, sólo restregándonos su visión de la realidad, puede hacernos sentir. (Puede que nos equipare con el infantil Alexandre, que solo busca el placer).

     Es cierto que las películas tienden a parecer demasiado ricas y que a menudo están podridas de "valores de producción" sin sentido, y a veces podridas de "belleza". Pero los que tratan de desnudar sus fundamentos suelen ser estetas puritanos, y un coñazo. La ma y la puta proclama su honestidad y su pureza de una forma que no puedo digerir, como si su desorden y las vidas desordenadas de sus personajes fueran sagradas. La polaridad del título, de inspiración religiosa, sugiere que Eustache se ve a sí mismo como Alexandre, dividido, escindido entre la madre y la puta. Y es parte del tono emocional de este periodo rechazar a la madre e identificarse con la puta. Al igual que Veronika, Eustache está diciendo: “Voy a mostrarte más del alma atormentada de lo que nadie te ha mostrado nunca”, y, como Veronika, confunde la masticación de trapos sucios y la repulsión con la revelación sagrada.

    El arte y el asco están estrechamente relacionados en el pensamiento de una serie de cineastas modernos de trasfondo religioso. Las películas de Paul Morrissey parecen hechas por un monaguillo de mente sucia, y el concepto de que la angustia sucia santifica está en el corazón de las películas de Cassavetes. La ma y la puta no es una película desdeñable: es inequívocamente una expresión personal, y logra momentos de intensidad. Sin duda, algunos dirán que más que momentos, y algunos considerarán catártico el monólogo final de Veronika, aunque el hecho de que suponga un respiro para el espectador exhausto puede contribuir a esa sensación. (Las tres horas y treinta y cinco minutos se sienten tan largas que quieres pensar que la has visto por algo, y la catarsis es algo importante por lo que merece la pena retorcerse). Pero ¿acaso Alexandre se siente movido a pedirle a Veronika que se case con él porque es un tonto que ama los grandes gestos, o se supone que debemos creer en la autenticidad de lo que representa? Para mí, era como si Alexandre fuera presionado a confesar un crimen que no había cometido. Veronika despotrica tanto que finalmente asume la culpa de todos los hombres con los que esta mujer obsesiva se ha metido en la cama y luego se ha sentido lacerada por ellos. Él asume la culpa de que el mundo entero no ame. Alexandre puede que sólo esté ensayando nuevos sentimientos profundos, pero ella, me temo, pretende que es real. Resulta que Eustache es un bohemio pecador de la vieja escuela y la película la penitencia debida por el sexo sin amor. Ha unido el desamor de una generación y su propio asco sexual. ¿No es eso realmente lo que Veronika está diciendo: "Quiero que me quieran"? Sospecho que por eso la película gustará a la gente que se siente confusa entre la libertad personal y la desesperanza social. Antonioni exploró el tema del sexo sin amor, pero lo situó entre los acomodados; al situar este tema entre los estudiantes y aquellos que viven como estudiantes, Eustache entra en contacto directo con el público de la película. La atmósfera sombría de Antonioni hablaba del vacío espiritual; la atmósfera de Eustache es como una sarna espiritual, y probablemente mucha gente entre el público joven y envejecido se sienta sarnosos, perdidos y degradados, y han tenido su parte de experiencias sexuales miserables. Puede que estén dispuestos a aceptar la aversión de Veronika por su vida, y quizá dispuestos a buscar el poder curativo del amor cristiano. La película está diseñada para ser una experiencia religiosa, pero la mohosa respuesta que ofrece a los peligros de la libertad sexual es en realidad una negación de la libertad sexual. En La ma y la puta, la Nueva Ola se encuentra con la Vieja Ola.



[1974]




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