20 septiembre 2021

VALOR FACIAL (2001) Carlos Pérez Merinero

 


     Si todo fuera evidente en la vida, muchas noches no nos hubiéramos encontrado una sorpresa entre las piernas. Para los literales, la imagen de esta película consiste en 100 sellos de Franco mostrados, montados, en orden cronológico. Paradójicamente, muy poco Franco que llevarse a los ojos para dos horas y cincuenta y siete minutos de metraje. Paradójicamente, demasiado Franco para cualquier demócrata, para cualquier sufridor penitente de su interminable, y estrechita, dictadura. No hace falta ser un lince para comprender que detrás de esa arriesgada, repetitiva, elección hay un mensaje, una intención, un descarado proceso de distanciamiento, de extrañamiento. Casualmente, o no, eran amigos, algo muy similar, aunque de una manera infinitamente más convencional, narrativa, a lo que hizo Augusto M. Torres en su obra maestra, la landista crepuscular “El pecador impecable” (1987). Os refresco la memoria, Alfredo Landa liga con una viuda que solo colecciona sellos de las series dedicadas a Franco. Pues el método escogido por Merinero no puede ser más acertado, preciso, porque en eso consiste precisamente una dictadura, en la omnipresencia del dictador, del caudillo, como invasiva forma de control, de permanente advertencia orwelliana. Estoy ahí vigilando, al acecho, atento a todos vuestros movimientos, pensamientos, nada escapa a mi mirada, soy Dios. Un Dios bajito, rechoncho, abotargado, de mirada bovina y voz de pito, pero Dios a fin de cuentas. Tan ridículo como Kim Jong-un, tan populista (vivienda, trabajo, deporte) como Fidel Castro, tan cruel como Stalin. Un Buda castizo, paternalista y maricón, que más que miedo daba lástima (los niños le llamábamos el abuelo, al genocida Stalin le llamaban padrecito), lo que le hacía doblemente peligroso, nunca te puedes fiar del agua mansa. Tampoco de Merinero, que bajo ese aspecto de inofensivo funcionario de Hacienda, escondía a un auténtico francotirador. ¿Se comprende ya la metáfora, real, de los sellos? Franco estaba hasta en la sopa, solo faltaba ver su cara de culo blanco en el papel higiénico. El espectador cagaprisas hubiera preferido, agradecido, imágenes en movimiento, las tópicas de archivo del NODO, pero este procedimiento serial, obsesivo, numismático, es mucho más fiel al espíritu inmovilista de una dictadura, que siempre es una foto fija, un sello, en el que lo único que cambia es el tamaño de la papada, y el valor facial, la inflación.




     En cuanto al sonido, un homenaje envenenado a los seriales, folletines, de la radio, a los consultorios sentimentales, tanto epistolares como radiofónicos (no había programa, revista infantil, adulta, que no tuviera una sección de consulta, la vía más directa de adoctrinamiento, de sometimiento, hasta los libros recomendados había que consultarlos previamente con el confesor, se ve que era un cultureta, un hipster), a la novela (y los tebeos) rosa y bélica, los dos géneros omnipresentes durante la posguerra española. El amor, la abnegación, el sacrificio, el matrimonio, la familia numerosa, el morir por la patria, como la vía más directa para acceder al paraíso. A los más imberbes el texto os puede parecer paródico, una exageración, pero es un fiel reflejo del rimbombante, pasteloso, cipotudo, lenguaje de la época, tan amanerado, tan impostadamente apasionado, que acaba resultando ridículo, pueril. Del contrapunto entre el hieratismo de postal de Paquito, y el postureo sentimental del sonido, puro culebrón, surge la iluminación, la enseñanza, la moraleja. La dictadura fascista de Franco, la sociedad española en general, no era más que pura fachada, artificio, un trampantojo de felicidad, de estabilidad, de paz, de la paz de los cementerios. Digamos que “Valor facial” (primer segmento de la trilogía “Franco ha muerto”) es la versión experimental, radical, de “Al servicio de la mujer española” (1978) de Jaime de Armiñán, la crónica irónica, negra, de humor negro, de un gran lavado de cerebro colectivo, del ejercicio de tanatopraxis, de colorete en el rostro del muerto, de la campaña de marketing, más exitosa de la historia de España, una, grande y libre, por los cojones.

Voy a hacer una trilogía para que la gente se entere de que Franco ha muerto, porque a veces parece que no lo parece. Y a ver si de paso me entero también yo.” Carlos Pérez Merinero




18 septiembre 2021

RINCONES DEL PARAÍSO (1997) Carlos Pérez Merinero



     ¿Se puede sostener una película solo con la forma? ¿Sin la menor identificación emocional, empatía, hacia los personajes, como en una obra de Akerman (hasta tienen en común el sublime sonido de los tacones)? ¿Se puede ser un autor plenamente reconocible con una sola película de ficción? Pues la respuesta es sí, un sí rotundo, nítido. El sevillano Merinero sostiene, convence, fascina, con la simple estructura de una película, con su chasis descarnado, con el movimiento vacío, ritual, de las transiciones. El plano secuencia final, especie de trailer a posteriori de la película, o película alternativa cambiando el punto de vista, de la objetividad a la subjetividad, es un manual suicida de montaje, un desafío a las convenciones narrativas, a la paciencia, atención, concentración, del vidente mirón. Merinero realiza un ejercicio repulsivo, visceral, amoral, sin la menor concesión a la psicología, al moralismo, a la pasión. Convierte una historia romántica, sexo y muerte, en una aséptica reflexión sobre el lenguaje cinematográfico, sobre el acto de mirar, a la altura de “Blow-Up” o de “El liquidador”, y con el plus de que transcurre casi en exclusiva en un cementerio, y en el desolador extrarradio de Madrid. Vida y muerte, sexo y muerte, en un mismo plano espacial, temporal, sin fetichismo asustaviejas a lo Cronenberg, a lo Haneke, a lo Buñuel. Aquí la necrofilia es sinónimo de cinefilia, no hay nada más morboso, repulsivo, que mirar. El voyeurismo, la pasividad, la quietud, el silencio, como actitud vital, como forma de estar en el mundo sin estar, a la contra. Nihilismo contemplativo, ataráxico, que asume la violencia, la maldad, las filias, como algo natural, como un espectáculo visual. Los personajes, los modelos, los “Cara de acelga”, de Merinero, son solitarios ensimismados y tristes que se dejan vivir en espera de la muerte, su única afición, pulsión, es la mirada interpuesta, vicaria. No aspiran a ser protagonistas, directores, de sus propias vidas, disfrutan de su condición de espectadores, de receptores, de imágenes, historias, ajenas. “Rincones del paraíso” es un canto fúnebre, un réquiem, a la cinefilia, un “De entre los muertos” (Vértigo) versión castiza, amateur, diletante. La vertiente distanciada, desapasionada, de “Arrebato”. La relectura radical, desnuda, mortecina, de su propio libro “El ángel triste”, llevado a la pantalla bajo el nombre de “Bajo en nicotina”, otra oda a la cinefilia anti-heroica, autista. Que no puedes ser piloto de carreras, te tendrás que conformar con un sucedáneo, con pilotar coches teledirigidos. Que no puedes ser policía, te tendrás que conformar con ser vigilante jurado. Que no puedes ser un gran amante, te tendrás que conformar con ser un pajero. Que no puedes ser director de cine, te tendrás que conformar con ser un cinéfilo. Si la actividad te viene grande siempre te queda la posibilidad de mirar, de contemplar cómo pasan los cadáveres por delante de tu puerta, la sutil venganza del flojo, del pasivo-agresivo. Merinero con su primera, y única, película de ficción pura, seca y dura, consigue sintetizar toda su genial labor como guionista del cine español. Están sus extraños triángulos morbosos de “Amantes”, “La buena estrella”, “El caso del procurador enamorado”. Su sordidez distanciada, su sexualidad enfermiza, su romanticismo atmosférico, su cinefilia obsesiva, su pasión por el cine negro crepuscular, metalinguístico, sombrío, frío, de Bresson, de Melville, de Deray, de Kaurismaki, del Camus de "Adosados". Merinero es Merinero, detrás o delante, como stalker o como oficiante.









11 septiembre 2021

L´AMÉRICAIN (El americano) (1969) Marcel Bozzuffi

 


     Si no existiera Inglaterra, Francia sería el país más hipócrita del mundo. Bajo el barniz de la educación, de la corrección, de la cultura, se encuentra la sociedad más alienada, desigual, injusta, del mundo. Las vergüenzas se lavan en casa es su divisa. Todos los bochornosos episodios de su historia, desde el genocida Napoleón al colaboracionismo nazi, pasando por la Guerra de Argelia o los campos de concentración para españoles, son obviados, o en el mejor de los casos dados la vuelta, transformados en hechos heroicos, épicos. Que sí, que mandamos a cientos de miles de judíos a las cámaras de gas, ¿pero qué es eso en comparación con la gloriosa, y más que minoritaria, Resistencia? Francia tuvo su Vietnam, Argelia, y la diferencia con los americanos es que los franceses no han hecho todavía una lectura crítica, objetiva. Razón por la cual esta película fue condenada al ostracismo, a la invisibilidad, a pesar de contar con Trintignant como protagonista, y a Simone Signoret, Françoise Fabian (viuda de Jacques Becker y mujer del director) y Jacques Perrin como secundarios. El americano del título puede llevar a engaño, la vestimenta de Trintignant también, sombrero y gabardina, porque no nos encontramos ante el típico polar genuflexo y crepuscular a lo Melville, sino más bien ante una película nostálgica, desencantada, existencialista, a lo Sautet. Pero más simple, naturalista, morosa, la sinopsis se puede resumir en una frase: Bruno vuelve a Rouen desde California y se reencuentra con sus amigos de infancia. Y como suele pasar en estos casos, la alegría de la vuelta rápidamente se convierte en decepción, en monotonía, en recordar, corroborar, los motivos por los que uno se fue. Nunca se debe volver a los sitios donde se fue feliz, ni a las personas con quien se fue feliz. La nostalgia, los reencuentros, hay que dejarlos para cuando la decepción, la frustración, la amargura, ya no es una opción porque se ha dejado de creer en los finales felices, en las resurrecciones. La crisis de los 40, la Midlife Crisis, se supera tirando palante como los bueyes sin mirar atrás, ni para los lados. La película es el debut, y única incursión, del actor Marcel Bozzuffi, habitual secundario del cine francés (“La Deuxième Souffle”, “Un homme qui me plaît”, “Compartiment tueurs”, etc.), que se encarga de la dirección, del guión y de los diálogos. Con un poco más de trabajo en el montaje, y de presupuesto (lo sacó adelante gracias a Claude Lelouch), hubiera sido una gran película. No lo es, pero por poco.





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  EXORDIO Sangre y sol      No todo el mundo ha tenido la tremenda suerte, desgracia, de haber nacido en España, es una evidencia estadís...