
Diez
años son toda una vida, en diez años la transformación física es
tan brutal que cuesta hasta reconocerte en el espejo. Diez años sin
una gran película cubana que llevarte a los ojos (“Fresa y
Chocolate” (1993) se queda a medio camino, es menos transgresora de
lo que parece), la última fue la genial comedia “Alicia en el
pueblo de Maravillas” (1991) de Daniel Díaz Torres (para las
siguientes no hubo que esperar tanto, el testamento cubano desde el
exilio “Inside Downtown” (2011) de Nicolás Guillén Landrián,
“Opus” (2005) de José Ángel Toirac, y “Patria” (2007) de
Susana Barriga, todas críticas, crípticas, a su manera). Diez años
en los que Thais Valdés, la protagonista de ambas, haciendo el mismo
personaje, parece otra persona, bastante menos inquietante,
fascinante, físicamente, la belleza es tan efímera como el talento,
el pelo pollo final de escapada no ayuda. Diez años en los que la
dictadura cubana fue ensimismándose más, enclaustrándose más,
hasta asfixiar por completo a los cubanos. Aunque eso es pecar de
optimistas, todavía tenían margen de caída, como se puede
comprobar en la actualidad, en la que Cuba es un muerto viviente, o
muerto a secas. Diez años desde la polémica que suscitó la
película de Daniel Díaz Torres, que supuso el fin del aperturismo
del cine cubano (la película es una directa derivada, una secuela
ensimismada que deja bien a las claras los nuevos límites en los que
era posible moverse, solo en el terreno de la libertad formal. La
maniquea carta final, el inverosímil final, no es más que una
concesión al sistema, al Régimen, la forma que tiene Cremata de
evitar una nueva polémica, una nueva limpia). Diez años de cine
convencional, mediocre. Diez años de nada, de blanco y negro, de
grises con pequeñas pinceladas de color (el recurso formal de
colorear algunos objetos no es un capricho estético, es una metáfora
ajustada de la realidad cubana). Si en “Alicia en el pueblo de
Maravillas” a pesar de la indolencia, del conformismo, todavía
existía cierto espíritu crítico, cierta vitalidad, sarcasmo,
rabia, solidaridad, en “Nada” ya solo hay tristeza (el humor es
más chaplinesco, más ibáñeziano, más chytloviano, jeunetiano,
godardiano, nichettiano, aleaiano), amargura, frustración, soledad, y rebeldía
en segundo plano (la crítica a la dictadura es mucho más sutil,
aparentemente inocente (por ejemplo la camiseta del Ché al revés,
que tenga el libro “El mono desnudo” en su estantería, que ponga
mala cara al beisbol, el deporte nacional cubano, la parodia del
marxismo en el documental sobre animales, etc.), los más corticos
verán en la película una especie de “Amélie” a la cubana,
casualmente del mismo año), en primero ya no era posible en 2001.
Hasta el punto de que para sobrevivir los cubanos se tienen que
inventar una vida, emociones, para al menos fingir que están vivos.
La imaginación, la escritura, la creación, como último recurso,
como única forma de tratar de salvar el presente. La encrucijada de
la protagonista era, es, la encrucijada de todos los cubanos, o vivir
en una Cuba sin presente ni futuro, o emigrar fuera, con pocas
posibilidades de presente, pero al menos con alguna esperanza de
futuro. El famoso lema cubano de Patria o Muerte, convertido después
de décadas de dictadura cubana en Patria = Muerte. En definitiva,
una comedia política disfrazada de romántica, eso sí, de un
romanticismo apasionado y a la vez triste, nostálgico, desesperado,
como el de Kieslowski, otra víctima del comunismo, el comunismo es
incompatible con la alegría, con la libertad, con el dejarse llevar,
errar.