19 marzo 2023

EL CUARTO DESNUDO (2013) Nuria Ibáñez

 



     Si en la ficción estricta, personajes e historias inventadas, la distancia y la duración del plano son fundamentales, en el caso de personas e historias reales es capital, de hecho lo único esencial. Saber dónde cortar un testimonio, o entrevista (en este caso consultas médicas), es una cuestión de ética, no sólo de estética. Lo mismo pasa con la distancia a la que se pone la cámara, y el objetivo elegido. Caer en el morbo, en el sensacionalismo, en el sentimentalismo, en la pornografía sentimental, es lo más sencillo del mundo, basta con grabar a tiempo real, con dejar hablar al interlocutor con total libertad, o forzando sus respuestas con preguntas insidiosas, tendenciosas. Las personas que sufren, vencido el escollo inicial de la presencia de la cámara, son locuaces, indecorosamente locuaces. Su desesperada necesidad de comunicación, de huir de sí mismos, de exteriorizar, o proyectar, sus males, hace que no midan las consecuencias, el alcance, de sus palabras. Que digan lo que sienten, o lo que creen sentir, sin filtros ni inhibiciones, como los niños, los moribundos y los locos diagnosticados, vamos los que no tienen control ni sobre sus sentimientos ni sobre sus pensamientos. La tentación de no cortar, con la excusa de no manipular, tergiversar, es siempre la solución más fácil, más deshonesta, más cruel para el enfermo, que seguramente no podrá soportar su reflejo cuando lo vea, cuando sea plenamente consciente de lo que ha dicho, y cómo lo ha dicho. Lo mismo que tomar distancia física, estética, también con la excusa de no invadir la intimidad del enfermo, reduciéndolo a un simple objeto, a mera forma. El tiempo y el espacio del respeto, de la confianza, de la verdad sin esteticismos ni formalismos, sin juicios. Un equilibrio, una templanza, una medida, que muy pocos directores logran alcanzar, y mucho menos en una película en la que la palabra, los silencios, son la imagen, el ritmo, como en “De amor se vive” (1984) del italiano Silvano Agosti. De ahí que películas como “Función de noche” (1981) de Josefina Molina, o “El cuarto desnudo”, sean excepcionales, casi milagros cinematográficos. El riesgo que asumen ambas directoras, españolas para más honra, es brutal, y lejos de agradecérselo, de reconocérselo, se las califica poco menos que de cotillas cinematográficas. Como si exponer el sufrimiento a palo seco, de forma honesta, respetuosa, cuidadosa, sin contracampo, no fuera una forma de trascenderlo, y de sanar al espectador, que como cualquier mortal, tiene sus cositas que llorar, generalmente ocultas, incluso para sí mismo. El riesgo que asume la madrileña Nuria Ibáñez es todavía mayor porque no reviste la película de una estructura narrativa convencional, con su contexto, sus diagnósticos, sus protocolos, su intensificación dramática, sus pausas, sus alivios digresivos, moralistas, buenistas, y el consabido final feliz. Nuria huye del condescendiente cine de denuncia, del utilitario, maniqueo, cine social, para centrarse únicamente en las palabras, en las miradas, y en los gestos, de sus atormentadas, desamparadas, personas, más bien náufragos con tendencias suicidas en un lugar intermedio entre la infancia y el mundo adulto. Nuria enclaustra su película, a base de planos cerrados, en lo esencial, en el presente íntimo de lo que narra, observa, escucha, como testigo, dosificando con maestría el horror y la ternura, el vacío y la esperanza, la muerte y la vida. Una sabiduría, honestidad, absoluta falta de pretensión, que no tienen películas como “Monos como Becky” (1999), “Una cierta verdad” (2008), o en parte “Animación en la sala de espera” (1981). Obviamente esta película no se hubiera podido realizar en España, los médicos-gerentes jamás le hubieran dado los permisos para rodar a estos niños-adolescentes, ni sus padres hubieran dado la autorización. De nuevo Méjico viene al rescate del desaparecido sin combate cine español, en este caso para superar la dictadura de lo políticamente, estrechamente, correcto. Espero que quede bastante claro que “El cuarto desnudo” es junto con “Función de noche” y “El cielo gira”, la película más importante, brillante, realizada nunca por una directora española, que desarrolle su carrera en Méjico es lo de menos (¿o solo sirve para Buñuel?), la mirada se lleva puesta. Y la precisa, sobria, no entrometida, humilde, mirada de Nuria Ibáñez carece de prejuicios, de estrategias de guión, y de respuestas preconcebidas de manual de psiquiatría, de pedagogía, de cinematografía. Crecer es una obligación para la que todo el mundo no está preparado, vivir es algo demasiado grande para las personas hipersensibles, frágiles, creativas.


Nunca quise que fuera una cámara oculta, en el sentido de que generara esa sensación como si no estuviéramos nosotros. Para mí era importantísimo hacer ver que yo estaba ahí, que mi fotógrafo estaba ahí, que eso se dio con la empatía de la gente, que nosotros también nos vulnerábamos, que no solo se vulneraban ellos. Y la ética para mí tiene que ver con un retrato digno, con un retrato digno de la gente que retrato, que no fuera un retrato denigrante para nadie, ni de los doctores ni de los papás ni de los chavos.” Nuria Ibáñez



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