08 octubre 2022

SOUVENIRS DE MADRID (2009-2019) Jacques Duron (y Fabienne Morel)

 


     La última película castiza, gata. El cuarteto madrileño: Chamberí, la Latina, Lavapiés, Malasaña, sigue siendo popular (Malasaña más que popular es pijo, hipster), pero ya no es castizo. La multiculturalidad, la fusión, es lo que tiene, que la esencia se acaba diluyendo en una especie de magma común mucho más aseadito, menos extremo. Muchos dirán que eso es bueno, que en eso consiste la modernidad, la evolución, el progreso, pero lo que se gana en educación, en corrección, en apertura, se pierde en genialidad, en libertad, en radicalidad, de raíz. El Madrid de los 90, en su vertiente más esencial: calle, bares, comercios tradicionales de barrio, metro, Rastro, obras, bancos de madera, fiestas de barrio, más jubileta, obrero, todavía conservaba resabios sainetescos, chulescos, post-franquistas. La religión aún no se había convertido en una atracción más para viajeros en búsqueda de anacrónico exotismo provinciano. El Madrid de la película no está contaminado de posmodernismo, de cosmopolitismo, de terracismo, es un Madrid cercano, en zapatillas de paño, de felpa, un Madrid de las personas, en el que los monumentos, los edificios singulares, los museos, no tienen cabida, ni como telón de fondo. Un Madrid provinciano, pueblerino, en el que todavía hay contacto humano, callejeo, suciedad, deterioro. La grandeza de la película radica en su humanismo, en su absoluta falta de pretensión, no hay un intento de hacer una crítica-crónica sociológica, generacional, de la época, no es una película de tesis, de argumento, es un sencillo retrato, fotomatón, de un mundo en transformación, en vías de extinción. Un mundo congelado de tradiciones y costumbres que en el presente no ve más que una proyección nostálgica del pasado, por falta de energía, hablamos de ancianos, y de voluntad, cualquier tiempo pasado fue mejor. Una especie de “Daguerréotypes” (1975) de Agnès Varda, pero sin veleidades formales, autorales, aquí hay un director de cine con la modestia suficiente para dar todo el protagonismo a las personas, singulares por su normalidad, sencillez, y al cine, lo que viene siendo el plano fijo, el único recurso cinematográfico que logra convocar el misterio, la verdad, que no deja que el director te guíe por completo la mirada. En manos de cualquier otro director, “Souvenirs de Madrid” hubiera terminado siendo una película turística, el gabacho Duron esquiva ese riesgo a base de costumbrismo, de autenticidad, de paciencia, de dar a cada paisano su tiempo, su espacio, para mostrar su verdadera cara, forma de expresión. Todos y cada uno tienen su momento de gloria, su chispazo de gracia, de grandeza. Espontaneidad que se consigue a base de confianza, de cercanía, ninguno fue rodado a escondidas, sin su consentimiento, el proceso de grabación duró 3 años, de 1995 a 1997, y hasta 2009 no tomó cuerpo cinematográfico gracias a la montadora Fabienne Morel, el montaje definitivo es de 2019. Resumiendo, una película crepuscular, intimista, que no refleja la mirada contemplativa de un turista accidental, sino la de un amante, la de un conocedor, un vividor.




Mi película quería ser un retrato de la vida, contada tal cual sucede, exactamente como sucede la vida, ni más ni menos. Aunque la idea era sencilla, la arquitectura era compleja y requería de mucho esfuerzo. Yo quería dar la impresión de estar filmando en el momento, pero había mucha preparación previa. Quería grabar con la cámara en un trípode, en un plano fijo (nunca modificado por quien hablara). Quería filmar a la multitud, no como una entidad, sino aislando cada uno de sus componentes, como si los personajes que la componían pasasen por turnos, en primer plano, delante de la cámara. También quería transmitir la atmósfera de cada lugar mediante un único plano que respirase. Era, en definitiva, la permanencia de una actitud hacia el sujeto filmado, una actitud hecha de distancia calculada, de precaución en el acercamiento, de respeto; una distancia que constantemente había que redefinir y, al mismo tiempo, mantener entre la cámara y el personaje: la distancia realista de la mirada humana. Esta "voluntad" impuso al documental el rigor de una película de ficción: la exactitud en la posición de la cámara, la exactitud en el encuadre y el ritmo. Es sin duda este deseo de proximidad, sostenida a distancia por la puesta en escena, lo que me permitió dar cuerpo y vida al tema, sin hacer demasiado y sin caer en el exotismo.” Jacques Duron









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