18 septiembre 2021

RINCONES DEL PARAÍSO (1997) Carlos Pérez Merinero



     ¿Se puede sostener una película solo con la forma? ¿Sin la menor identificación emocional, empatía, hacia los personajes, como en una obra de Akerman (hasta tienen en común el sublime sonido de los tacones)? ¿Se puede ser un autor plenamente reconocible con una sola película de ficción? Pues la respuesta es sí, un sí rotundo, nítido. El sevillano Merinero sostiene, convence, fascina, con la simple estructura de una película, con su chasis descarnado, con el movimiento vacío, ritual, de las transiciones. El plano secuencia final, especie de trailer a posteriori de la película, o película alternativa cambiando el punto de vista, de la objetividad a la subjetividad, es un manual suicida de montaje, un desafío a las convenciones narrativas, a la paciencia, atención, concentración, del vidente mirón. Merinero realiza un ejercicio repulsivo, visceral, amoral, sin la menor concesión a la psicología, al moralismo, a la pasión. Convierte una historia romántica, sexo y muerte, en una aséptica reflexión sobre el lenguaje cinematográfico, sobre el acto de mirar, a la altura de “Blow-Up” o de “El liquidador”, y con el plus de que transcurre casi en exclusiva en un cementerio, y en el desolador extrarradio de Madrid. Vida y muerte, sexo y muerte, en un mismo plano espacial, temporal, sin fetichismo asustaviejas a lo Cronenberg, a lo Haneke, a lo Buñuel. Aquí la necrofilia es sinónimo de cinefilia, no hay nada más morboso, repulsivo, que mirar. El voyeurismo, la pasividad, la quietud, el silencio, como actitud vital, como forma de estar en el mundo sin estar, a la contra. Nihilismo contemplativo, ataráxico, que asume la violencia, la maldad, las filias, como algo natural, como un espectáculo visual. Los personajes, los modelos, los “Cara de acelga”, de Merinero, son solitarios ensimismados y tristes que se dejan vivir en espera de la muerte, su única afición, pulsión, es la mirada interpuesta, vicaria. No aspiran a ser protagonistas, directores, de sus propias vidas, disfrutan de su condición de espectadores, de receptores, de imágenes, historias, ajenas. “Rincones del paraíso” es un canto fúnebre, un réquiem, a la cinefilia, un “De entre los muertos” (Vértigo) versión castiza, amateur, diletante. La vertiente distanciada, desapasionada, de “Arrebato”. La relectura radical, desnuda, mortecina, de su propio libro “El ángel triste”, llevado a la pantalla bajo el nombre de “Bajo en nicotina”, otra oda a la cinefilia anti-heroica, autista. Que no puedes ser piloto de carreras, te tendrás que conformar con un sucedáneo, con pilotar coches teledirigidos. Que no puedes ser policía, te tendrás que conformar con ser vigilante jurado. Que no puedes ser un gran amante, te tendrás que conformar con ser un pajero. Que no puedes ser director de cine, te tendrás que conformar con ser un cinéfilo. Si la actividad te viene grande siempre te queda la posibilidad de mirar, de contemplar cómo pasan los cadáveres por delante de tu puerta, la sutil venganza del flojo, del pasivo-agresivo. Merinero con su primera, y única, película de ficción pura, seca y dura, consigue sintetizar toda su genial labor como guionista del cine español. Están sus extraños triángulos morbosos de “Amantes”, “La buena estrella”, “El caso del procurador enamorado”. Su sordidez distanciada, su sexualidad enfermiza, su romanticismo atmosférico, su cinefilia obsesiva, su pasión por el cine negro crepuscular, metalinguístico, sombrío, frío, de Bresson, de Melville, de Deray, de Kaurismaki, del Camus de "Adosados". Merinero es Merinero, detrás o delante, como stalker o como oficiante.









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